
El trasfondo de la nueva ley ambiental
Por Julián Santi Vargas.
El pasado 1ro. de febrero de 2014, el gobernador José Manuel de la Sota anunció la introducción a la legislación provincial ambiental del instituto de la participación ciudadana. Este anuncio lo hizo en medio de un paquete de medidas rimbombantes, en un contexto extremadamente delicado debido dos grandes sucesos de carácter social del 2013. Uno, nefasto: el acuartelamiento de la policía. Y el otro, heroico: la resistencia de Malvinas Argentinas contra la instalación de Monsanto, esta vez, reforzada por una resolución judicial.
Ocurre que pocas semanas antes, el 8 de enero, un tribunal ordenó la suspensión de la obra de la multinacional, declarando inválidas las ordenanzas municipales que lo autorizaban. Esta invalidez surgía de dos incumplimientos: 1) No haberse ejecutado un Estudio de Impacto Ambiental; y 2) No haberse convocado a una consulta o audiencia pública. Esto último se engloba en lo que se da en llamar “participación ciudadana”. Y no es un capricho: la legislación ambiental, en todo el mundo, se afirma sobre estos dos pilares: una cuestión técnica (el estudio de impacto ambiental) y otra de legitimidad (la participación ciudadana). Participación ciudadana es el derecho del vecino a ser consultado y opinar previo a la instalación en su pueblo o ciudad de algún emprendimiento que pueda generar efectos negativos y significativos para el ambiente. Y esto no lo inventa De la Sota. Esto lo dice y lo impone la Ley General del Ambiente (Nro. 25.675, de ahora en más la llamaremos LGA).
Esta ley es un poco más que cualquier ley. Surge de un mandato constitucional (el artículo 41 de la Constitución Nacional) que obliga al gobierno nacional a fijar, para todo el territorio de la nación, las pautas mínimas a las que deben ajustarse todos los gobiernos provinciales a la hora de legislar sobre ambiente. Estas pautas mínimas se denominan, legalmente, presupuestos mínimos (artículo 6 de la LGA). Ella misma establece, ya desde el 2002, el derecho a la participación ciudadana. Y esto es lo que dice el fallo judicial: estos mecanismos de participación ciudadana (consulta o audiencia pública) son un derecho que existen por sí, por la sola invocación de la LGA. Y ese derecho, dice el tribunal, fue vulnerado por el municipio de Malvinas Argentinas al omitir llamar a consulta previa antes de autorizar un proyecto de una obra que podía tener efectos negativos y significativos para el ambiente.
Ahora bien, la legislación provincial en materia de ambiente data del año 1985. No prevé la participación ciudadana. Pero, según dijimos antes, la LGA está destinada a regir igual y a cumplirse aún cuando la ley provincial nada diga al respecto. Todo con un fallo judicial que lo ratifica. En este contexto, el gobernador De la Sota dispara un anuncio como si fuera el logro de un ansiado proyecto político: promete presentar un proyecto de ley que introduzca, en la legislación provincial, el mecanismo de participación ciudadana como instancia obligatoria previa a la iniciación de actividades que puedan degradar el ambiente. Haciendo una comparación, es como si el dueño de una fábrica dijera a todos sus empleados: “De ahora en más, vamos a crear una regla según la cual todo empleado gozará de un aguinaldo”. El derecho al aguinaldo es un derecho adquirido por largas luchas sociales y plasmado en la ley, obligatorio para el dueño de la fábrica, por lo tanto él no puede ‘crear’ ese derecho, ni ‘introducirlo’, porque ya está obligado a ello; en todo caso, estaba en falta antes de su anuncio por no haber cumplido con la ley.
Pero acá no termina la cosa. Resulta que ahora vemos el proyecto de ley y notamos que todo lo que hace es referirse a la participación ciudadana como una institución que corresponde reglamentar a la ‘autoridad de aplicación’. La mayoría de sus postulados indican que será una autoridad administrativa la que decida el cuándo, el cómo y el quién de la participación ciudadana. Esta sumisión a una reglamentación posterior es a lo que se llama carácter ‘programático’ de una norma. Que sea programático significa que no es operativo. Las normas programáticas imponen un compás de espera hasta tanto ella misma sea reglamentada. Debe ‘esperarse’ hasta tanto se reglamente. En las normas operativas (la LGA es una de ellas, por autodefinición, en el artículo 3), las normas se aplican sin necesidad de esperar nada. Esto de condicionar todo a una reglamentación es un grave error, político y jurídico, con dos efectos principales: uno de carácter temporal, la ‘espera’ a una reglamentación durante cuyo lapso nos preguntamos qué pasaría con todas las cuestiones ambientales que hoy merecen la consulta. El otro efecto tiene que ver con el receptor de estas facultades de reglamentación, ni más ni menos que el mismo Poder Ejecutivo que de alguna u otra manera es la autoridad de aplicación. Es decir, que con este proyecto de ley no sólo se está estorbando la aplicación de un derecho incuestionable enunciado por la LGA, postergándolo a una futura reglamentación, sino que además está poniendo en manos de una dependencia del Poder Ejecutivo el poder de decidir el contenido de esa misma reglamentación. En otras palabras, lo que De la Sota le está diciendo a la Legislatura es: denme la herramienta de reglamentar y decidir cuándo y cómo se va a regular este derecho de participación ciudadana.
Volviendo al ejemplo anterior, el dueño de la fábrica anuncia entre bombos y platillos que concederá el aguinaldo (cuando el aguinaldo es un derecho y debe ser abonado aunque el dueño de la fábrica no quisiera), pero además aclara que ese aguinaldo se pagará de la forma y bajo las condiciones que establezca el jefe de personal.
Engañoso, ¿no?
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